Sube el telón.
Hombre sentado rígido observa video proyectado sobre la pared, en donde propagandas pagadas por ministerios extranjeros ilustran los riesgos de utilizar dispositivos electrónicos mientras se conduce. Otro hombre, con la camisa abotonada hasta el cuello, detiene cada tanto el video y comenta la ocurrido en el fingido accidente, salpicando normativas en cada oración de su discurso. Hay diez y nueve sillas vacías y el aire acondicionado mantiene la temperatura en diez y ocho grados. El hombre sentado intenta reprimir un bostezo, y tose, tose y tose interrumpiendo el discurso del otro, que lo mira arrugando la frente, y cruza los brazos sobre el pecho.
Pasado el ataque de tos, el instructor reanuda sus explicaciones, esta vez acerca de los colores de las señales. El obligado compareciente da largos parpadeos: cierra los ojos, los abre de nuevo cuando recibe directamente la pregunta por las líneas en el suelo. Balbucea, indica con un gesto de la mano la necesidad de avanzar. El instructor vuelve a explicar los significados. Un mensaje de texto lo interrumpe. El infractor lo mira un instante antes de meter la mano en el bolsillo, y sacar el celular. Rápido desbloqueo, rápida lectura, pulgares en movimiento sobre superficie táctil. Envía. Guarda. Sonríe y repite el gesto de avanzar moviendo la mano derecha hacia adelante, como quien espanta un mosquito.
Se reanuda nuevamente el curso. El instructor se esfuerza por explicar las normas de distancia y velocidad. Un nuevo pitido interrumpe. El amonestado saca de nuevo el celular. El instructor avanza, rápido movimiento que el otro no ve, consigue arrebatar el artefacto y lo estrella con fuerza contra las imágenes de la pared. Los fragmentos del celular fulguran como fuegos de artificio al refractar la luz del proyector, en cámara lenta.
Baja el telón. El público enloquece.
Reto literario 