Se sienta a fumar en la ventana. En el alféizar tiene materas dentro de las que retoñan rastrojos, a modo de un antejardín flotante en el séptimo piso del edificio Santamaría. Allí deja caer la ceniza antes de echar al vacío el cigarrillo todavía encendido. La última bocanada la da el pavimento en un golpe con rebote escaso, o alguno de los mendicantes vagabundos que agradece al cielo, por el milagro de que todavía lluevan restos humeantes de Marlboro, con una plegaria tartamuda.
El hombre del séptimo piso, indiferente a su dádiva accidental, vuelve a embarcarse en los papeles, en las montañas de hojas manuscritas donde su caligrafía de apresurada escribanía busca encontrar la fórmula para resolver el miedo. En alguna parte entre todas esas palabras, entre el caligrama que los trazos resuelven cuando pone sobre el piso del apartamento una página tras otra, en algún rincón posible de alguna de las posibles combinaciones tiene que estar el tan anhelado enigma. Porque la solución nunca será una respuesta —esa es su hipótesis— sino una pregunta, tan oportuna en su duda, tan cabal, que podrá desterrar al espanto de la mesa del desayuno, alejarlo como un conjuro cuya fuerza es la certeza de lo incierto, la protectora presencia del misterio.
No va a encontrar nada. Seguirá en el diminuto apartamento, negándose a salir o a cocinar, embebido en su monomanía sin que el hambre o el sueño sirvan en realidad de anclas, sin que los apetitos de la vida sean un puerto en medio de su itinerario de descubridor. Cada vez duerme menos, cada vez es más tarde cuando se asoma a fumar el último cigarrillo en la ventana, sembrando el alféizar con flores incandescentes.
Yo lo miro desde la acera del frente, y sólo me tranquilizo cuando apaga la luz.