31) Suyo fue un soberbio amor

Susurrante silbaba secretas sílabas en la lengua de las serpientes, sereno soliloquio frente al espejo seco de las salinas. El viento delinea los ensortijados cabellos de la Gorgona, mientras estatuas de sal se trizan con los golpes de olas. Destino sacrílego al que soberbia condena la clausura: reclusa en soledad, seduce apenas las sombras silenciosas de alcatraces que nunca serenan su vuelo en la isla desértica.

Suertes sediciosas traicionan su esperanza cada vez que una barcaza recorta su silueta sobre el horizonte distante. Zarpan siempre, sanos y salvos del resplandeciente rasguño de sus ojos. ¿Amatista, esmeralda, celeste, ónix? Nunca podrá saberlo. No nacen hombres capaces de deshacerse en alabanzas para su mirada. El exilio vence con paciente solicitud a la Medusa, su ánimo alevoso se reciente y sufre y odia con el sangrar profuso y lentísimo de los que mueren de sed.

Su olfato, cuando todo esperar es apenas recuerdo vasto de frustraciones, percibe el sándalo que surte del sostén del ciego que surca arenosos senderos con bastón de ébano lustroso. Sedienta de sangre, pero más aún devastada por húmedos deseos, e ignorando la ceguera, cierra los ojos —joyas íntimas que coronan el milagroso cetro de su belleza— y se ofrece entera a su encuentro. Amanse bajo luces fulgurantes de lunas que en sucesivas noches son testigo del hambre que se sacia, de la profana figura en el umbral de lo sagrado.

Meses bastan para descubrir que no hay luz en los ojos del hombre que no podrá, entonces, colorear los suyos. Pero la dulce voz que escapa a sus canciones, compuestas en honor al amor que lo posee, desplazan la angustia del desconocimiento. Medusa ama, y la cárcel deja de ser sombría.

El hombre muere. En un último acto de rebeldía, ella se atraviesa con el báculo y perece.