Los veía girar en el vaso, agitar sus colas diminutas con una vibración tenue, como el resorte de un arco de juguete cuando se ha pulsado hace tiempo. Los renacuajos nadaban en su contenedor transparente, reconociendo los límites circulares. Los imaginó confusos, intentando medir su prisión, al igual que ese personaje del cuento que había leído en el libro que Margarita le prestó.
No le gustaba leer, y nunca había escuchado de Edgar Allan Poe, pero quería estar a solas con ella, tener algo de que hablar. Así que leyó los cuentos, y ahora esperaba a que sonara el timbre, y que Margarita aceptara entrar para hablar del libro, y pudieran sentarse a solas en la sala, bajo la luz de la tarde. Si no aceptaba pasar, los renacuajos serían su plan de emergencia. Podría decirle que había capturado unos renacuajos, que si quería verlos, y disfrutar al menos de unos minutos más. Le bastaban unos minutos más. Sería dichoso con unos minutos más.
Sonó el timbre. No hizo falta que la invitara a entrar. Margarita llenó la sala con su vestido amarillo. Le sonrío hablando de Poe, le dijo que su favorito era «El corazón delator». Le preguntó cuál le había gustado más. Él intentó hablar firme, pero sentía que su voz era una cuerda temblorosa, una vibración húmeda de araña que se debate en el agua. Ella parecía no notarlo. Lo que sí notó fueron los renacuajos. Se acercó al vaso con curiosidad y le preguntó de dónde los había sacado.
—Del estanque, queda allí cerca…
—¿El estanque? —dijo ella pensativa, en sus ojos brillaban ronroneos de gato negro —, no está bien tenerlos aquí, deberíamos liberarlos, ir al estanque… y nadar, ¿podemos nadar en el estanque?
—Sí —respondió él, sintiendo como todo su cuerpo se agitaba a ciegas.
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