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Despertó bañada en sudor como si estuviera bañada en lágrimas. Un taco en la garganta acentuaba la confusión entrelazada del miedo y el llanto. Buscó con los dedos el interruptor y sintió agradecida el puñal de luz entre los ojos, se esforzó en no parpadear y, todavía con sombras bajo los párpados, recorrió en rápidas miradas sucesivas la habitación. Sólo la sexta vez se convenció de que estaba sola.

Dejó que el frío le pellizcara los muslos cuando puso los pies en el piso. Respiró profundo, intentando dar peso a sus pulmones: sentía que en cualquier momento podría deshacerse en temblores y salir volando. Llegó hasta la puerta, giró el picaporte y salió al pasillo. Por el balcón una luz insuficiente esculpía los muebles de la sala. Corrió hasta la pared opuesta para liberar la electricidad que pronto fue luz blanca. Todavía tuvo que encender la luz del baño y la cocina antes de animarse a buscar un vaso de leche.

Había tenido una pesadilla. El fantasma de su padre aparecía justo como ella lo recordaba cuando era niña y la llevaba a pasear por el estadio. Ella no lo había visto en el ataúd, cuando murió. De hecho, había dejado de verlo muchos años antes de su muerte; cuando encontró el primer trabajo y pudo pagar sus propias cuentas se marchó de casa. Había sido su deseo desde que cumplió once años. Las pesadillas sólo aparecían cada tanto.

El agua bajó por su garganta convertida en una melaza espesa. Caminó hasta la sala y marcó el número familiar en el teléfono. Del otro lado se tardaron sólo unos pitidos en contestar.

—¿Aló? ¿Aló?

Colgó con ganas de llorar. Apagó las luces corriendo y volvió a su habitación. Cerró la puerta tras ella y se aseguró de poner el seguro.

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