Tenía las manos juntas, cerradas sobre el pecho, como si estuviera sosteniendo en ellas algo frágil. Los ojos bajos delataban un miedo íntimo, acaso la vergüenza de tener que reconocer una mala acción. Sus padres lo miraban a través de los lentes oscuros, esperando el quién sabe qué hizo ahora este niño. Rodeaba la escena el ajetreo típico de un hotel seis estrellas en medio de la selva tropical.
—¿Puedo quedármelo? —preguntó el niño.
Desde hace meses insistía con tener una mascota, y sistemáticamente habían rechazado sus intentos por convencerlos de adoptar un perro, un gato, un pez, un perico, un jerbo, un conejo, una tortuga, otro gato, un extraño reptil de nombre mexicano, un loro, un cordero… toda la posible fauna que se había cruzado en su camino. Debieron suponer que algo así iba a pasar, el viaje lo había distraído de su propósito, pero era claro que la distracción era pasajera, siempre solía regresar a sus caprichos. Ambos padres se miraron, convencidos cada uno de que tan incómodo defecto era culpa del otro.
—Cuántas veces vamos a tener que pasar por esto —comenzó a decir el padre antes de mirar lo que el niño sostenía entre las manos sutilmente abiertas. Cuando por fin miró, pudo ver el destello amarillo de una rana que saltaba para pararse sobre su pecho. Aterrado, intentó por todos los medios sacudírsela, pero el bicho parecía haberse adherido a su piel. Su esposa, dispuesta a ayudar, empezó a golpearlo con la toalla, lo que causó que el anfibio cayera esta vez sobre el hombro de ella. Haciéndose cargo de la situación, su esposo la bateó a lo lejos con un preciso golpe de periódico. Resoplaron enojados y giraron dispuestos a regañar al unísono.
El niño se había desmayado. El veneno comenzaba a hacer efecto.