Debí haber publicado este resumen hace una semana. El ánimo, sin embargo, hace con nosotros lo que le da la gana, y el domingo pasado no estaba en las mejores condiciones como para ponerme a escribir. Esta confesión no es inofensiva: es una forma de decir que durante noventa y seis días he estado escribiendo un relato diario, a veces, pese a mí mismo. He sentido la oposición personal al acto de escribir, he intentado persuadirme de que no está mal fallar alguno de los días (mal que bien las reglas me conceden la posibilidad de publicar cada tres días sin perder), y he escrito. Por terco, por determinado, por cumplir, por amor al arte. He escrito los relatos cortos, y ese debería ser suficiente honor. Algo como una medallita santa prendida al pecho. Un acto amuleto que me protege del mal.
Debo confesar, ahora y pese a lo anterior, que muchos de los cuentos han sido escritos como obra de un sonámbulo. Cuándo me preguntan cómo hago para escribirlos, de dónde salen las ideas, no tengo otra opción más que encogerme de hombros. No lo sé. No tengo la más remota pista de qué es lo que ocurre cada vez que me siento frente a la pantalla en blanco. Creo que puedo detallar algo del proceso, un antes, en el cual dejo la mente tan en blanco como la hoja, y un después, en el que el contador de palabras me obliga a añadir o a quitar. Lo que ocurre en el intermedio es la respuesta a una única orden que me queda rondando la cabeza: «Tienes que escribir». Me lo repito con el mismo sentido del deber que probablemente hace eco en las cabezas de los frailes durante los maitines. Me lo digo y me lo vuelvo a decir hasta que, casi por sorpresa, empiezo a golpear las teclas y armo el relato. No se trata de inspiración, no son Musas, no; es más bien la sensación de deberme al trabajo, la responsabilidad que he adquirido y que debo cumplir. Es, también, el reflejo mecánico que supongo desarrolla cualquiera que ejecute un oficio con regularidad.
¿Estoy afirmando que escribir se me ha convertido en algo mecánico? Sí, esa es la controversial verdad con la que estoy lidiando últimamente. Me siento frente al computador y de un momento a otro tengo un relato frente a mí. Golpeo las teclas detrás de la primera frase que aparezca, persigo una imagen que empieza a dibujarse tras los párrafos, y lo hago sin saber qué es lo que veo, sin saber qué es lo que pretendo con lo que estoy narrando. Lo hago porque de alguna manera lo hago, a veces llego incluso a sentir que no estoy allí cuando ocurre. En este punto, por ejemplo, me sería imposible recordar los cuentos escritos desde el corte pasado (tendré que hacer trampa y abrir el blog para verlos), y el problema no es lo lejano que treinta días parecen, sino que en ocasiones me es imposible recordar los cuentos escritos la semana anterior, el día pasado, unas horas antes. Me pienso un autómata frente al computador, y esa perspectiva -qué habría encantado a Asimov- me confronta con su propia cualidad de inesperada, así como con el temor de que el reto termine matando cualquier pasión por la escritura.
Esto último, cuando lo pienso con calma, me parece absurdo. Si bien estoy escribiendo en un estado de enajenación, no lo haría si no estuviera loco de amor por este absurdo oficio, si no sintiera en las entrañas la misma tentación por el fracaso que da título a los diarios gloriosos de Ribeyro. Me gusta escribir, me hace libre, y esta nueva forma de la libertad que se esconde bajo el disfraz de la rutina mecánica me ha permitido sorprenderme, a veces, con cuentos que me gustan y que no sé cómo escribí. Otras veces hay unos que no me parecen tener sentido alguno, pero que alabo en su alejamiento de lo que torpemente puedo considerar mis temas o mi estilo. Me permite, del mismo modo, figurarme como un instrumento del azar, pensar mi cuerpo y mi acto de contemplación y renuncia como una entrega de mis músculos a la caligrafía del dios que narra a través de todos nosotros. La escritura aleatoria es un tema hermoso, baste recordar los monos de Borges, las monedas, la ínfima pero existente posibilidad de que el tiempo infinito ensaye suficientes combinaciones para lograr la biblioteca total. Yo, por mi parte, voy aportando a ella estos ensayos, buenos o malos.
Breve resumen de publicaciones: vacaciones al fin
Una de las grandes alegrías de los últimos días ha sido que por fin estoy en vacaciones. Terminé todos los pendientes del trabajo, y puedo dedicarme entonces a una rutina más ligera, más al ritmo que yo le marque. Creo que eso se nota en los cuentos, desde «Importancias de la alfabetización» en adelante he podido dedicarme a una escritura más reposada. No siempre, claro, porque no aprendo y sigo dejando el cuento para el final del día, pero sí algunas afortunadas oportunidades en las que he disfrutado, al leer, de un relato que por fin me gusta, luego de un largo periodo en el que apenas podía decir que cumplía con escribir. Ese cuento, que es homenaje y broma, está entre mis favoritos. Quizás injustamente, quizás en el fondo no es más que un chiste. Poco importa, el gusto a veces es injusto, y a veces causa risa.
Entre los cuentos anteriores, pude terminar el homenaje a Tom Sawyer, de los faltantes, me gustan la acidez de «Una rata muerta unida a un hilo para hacerla girar«, la fatalidad de «Una cometa bien reparada«, y la ternura en «Cuatro pedazos de piel de naranja«. Luego viene un periodo de desahogo en el que los cuentos son ejercicios de exorcismo para enfrentar dilemas personales: «Resiliencia«, «Una pesadilla insomne» y «La teoría de la polilla» están en esa no muy digna categoría. Un nuevo intento humorístico se consigue en «Proceso creativo«. Y, finalmente, escribo desde el agotamiento total en «Fábula trunca» y «Un duende encima de una piña«, cuentos que consideré fracasos absolutos hasta que Juan Daniel me dijo que le habían gustado. Volví a leerlos, entonces, dándoles el beneficio de la duda, y no están tan mal. Aportan variedad al conjunto, frescura. Y a mí me descolocan de mi estilo y me enseñan algo. Todavía no sé qué.
Para cerrar el resumen (ayer junto a Mario y Juan José me bajé un par de botellas de vino y no voy a prolongar demasiado, entonces, mi estadía frente al computador) debo sonreír frente a los últimos cuatro cuentos: «Colillas como postes de luz«, «El recuerdo de esos días va a salvarte la vida, muchacho«, «Prólogo a un asenso» y «A cada quien llega su turno«. Me gustan. Me parece que tienen eco de buenos cuentistas, y que la cotidianidad los habita de forma luminosa. Intentaré mantener esa línea algún tiempo, espero que el empeño y el «ser instrumento del azar» me lo permitan.
Lecturas actuales: modelos a seguir
En apenas un párrafo quiero decantar las nuevas influencias a las que me expongo, exponiendo a su vez, por supuesto, mi escritura. Terminé hace poco los cuentos de Ambrose Bierce, los de Hemingway, y una selección de Mark Twain. Estoy leyendo a Enrique Vila-Matas y a Marcel Proust (comencé «En búsqueda del tiempo perdido»). Visito la poesía de José Emilio Pacheco, y un ensayo de Fernando González. Devoré hace poco la «Enciclopedia de Historia Universal» de Afonso Cruz y «El retorno» de Dulce María Cardoso. Creo que eso es más o menos todo. En otros ámbitos: estoy embobado jugando «The Witcher III: Wild Hunt» en Play Station. Se la regalé a mi hermanito y caí en sus redes. Ahora sí, creo que es todo.
Los tercos modernos aparecen y me alegran
Acercándome al final, debo invitar a los lectores a un baile de celebración en el que brinquemos alrededor de la hoguera. La regla 8 fue escuchada, y desde hace una semana larga Juan Pablo López se embarcó en su propio reto. La escritura de Juan Pablo es heredera de Cepeda Samudio, su búsqueda transita por lo formal y lo urbano con una gracia que sólo tienen los que comprenden que somos diminutos frente a los grandes maestros, pero que eso no va a detenernos. Cuando vi que había abierto el blog solté una carcajada: me alegró muchísimo.
Les dejo entonces, el enlace para que visiten sus «300 azares«, confiado y seguro de que se encontrarán con muchas sorpresas. Otro de los motivos por los que me alegra que se haya animado tiene que ver con el sentido de enfrentamiento: leerlo me obliga a exigirme más, a pedir más calidad a lo que escribo.
Bienvenido, pues, Juan Pablo, y que su reto culmine exitosamente. Esto es: que se aprendan muchas cosas, que se descubran muchas otras, y que la literatura le acompañe siempre.
Despedida y un nuevo proyecto
Antes de despedirme quiero invitarlos a conocer un nuevo proyecto en proceso. María me ha ayudado haciéndome el cabezote y ya sólo estoy yo pendiente de empezar a generar contenido. Es un nuevo blog, llamado «Cuadernos de un Bibliófago«, en el que iré poniendo reseñas de libros leídos. Creo que empezaré la próxima semana con los cuentos de Bierce, ya veremos.
Ahora, ya que estamos en la sección de autopropaganda, me permito presentarles Paradoja Ediciones, la editorial que María dirige y de la que me siento feliz parte. Pueden ver nuestro trabajo desde el Facebook, o desde el blog, o en el ISSUU, o en el Instagram. Para navidad tenemos una promoción, échenle un ojo si están en Medellín, Colombia. Si están en otras partes, atentos, en enero abriremos convocatoria para un nuevo fanzine colaborativo.
Eso es todo, ya definitivamente. Lo parco y lo atrasado de este corte lo excuso con la confusión de los días y con el dato incontrovertible de que la vida es la vida y entonces pasa lo que pasa. Les agradezco, como siempre, por leer, por comentar, por estar ahí. La literatura es una forma de la amistad, una compañía sutil en la que un texto suele acompañar a un lector. Lo que no es tan obvio, es que también es una manera en que los lectores acompañan a un autor.
Un diálogo de ausencias que desde el silencio nos llena de murmullos.