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Hay dolores que se gestan en silencio. Su vida es una prolongación de noches secretas en las que nadie parece enterarse de nada, aunque en el fondo todos lo sepamos, aunque la casa sea grande, pero no tanto como para evitar que algo ande mal por las paredes, que repte bajo los muebles, que se tienda a dormir acurrucado en la mesa del comedor durante silenciosos desayunos en los que el tintineo de los cubiertos sobre los platos es un hueso rompiéndose, una fractura.

Por eso, la primera noche en que mamá vino llorando a mi alcoba, no fue totalmente inesperado. Ya lo sabía. No algo en concreto, no la forma precisa que hubiera adoptado el desasosiego para expresarse. Pero sí la cercanía del dolor, el hecho indiscutible de que habíamos vivido durante largos años con un espectro que susurraba en voz muy baja demoledoras sentencias de discordia, acaloradas serenatas de abandono. Esa noche, por fin, alguien se atrevía a señalarlo, a esbozar con el índice el punto donde enseñaba los dientes y el movimiento de su cola.

Hay un cuento de Cortázar en el que un tigre vaga libre por las habitaciones de una casa de campo. Yo, a diferencia de los protagonistas, no tuve la fuerza suficiente para engañar a mi padre y que cayera en las fauces de la bestia. No sé cuántas noches he consolado a mamá. No sé cuántos días nos hemos entregado, no a un estoicismo imposible por extranjero, sino a la cordial hipocresía burguesa, que nos horma con la perfección de los clichés, en la que entramos con el desconcierto con que se descubre un lugar común.

Ya la costumbre labra sus velos anestésicos, lentamente. Pero todavía pienso que una noche, alguna noche, seré yo quien aguarde, embriagado de rencor, entre las sombras.

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