Intentó por todos los medios convencer a sus padres. Fue tierna y servicial, luego estalló en pataletas que poco a poco derivaron en una huelga de hambre y silencio que terminó por darle la victoria. No por nada había aprendido, en los libros de la biblioteca, las técnicas más efectivas para obtener lo deseado. Lo que funcionaba para liberar a un país asiático tenía, por ventura, que servir también a sus deseos.
Así, una mañana de sábado subieron finalmente al carro y condujeron hasta la tienda de mascotas. Ese había sido su ruego desde hace meses: quería tener su propio animal de compañía. Siempre lo dijo así, «animal de compañía», para extrañeza de los adultos que no alcanzaban a figurarse de dónde salía con esas cosas. «Lee mucho», dijo a modo de explicación una profesora condescendiente, que no alcanzaba a calibrar el tamaño del desconcierto paterno.
En la tienda de mascotas, fue grande su decepción cuando, tras recorrer entero el local, se encontró con que no vendían culebras. Se había imaginado dueña de una víbora verde o tornasol, que colgase de su mano y le acompañara, fiel esclava a sus designios, soldadesca reptil de sus imperios. Su segunda opción, rápidamente descartada por su madre, era un gato negro, viejo, que dormía en la jaula de adopción y que levantó una mirada tuerta cuando se plantó frente a él.
«No, un gato no», dijo su madre con el tono tajante de las discusiones perdidas, «unos canarios, ven, mira, sí, vamos a llevar unos canarios». La niña, desilusionada por breves instantes, pronto permitió a su imaginación solventar el desperfecto con que la realidad venía a enfrentarla, y caminó a recibir la jaula con los pájaros.
«¿Y cómo se van a llamar?», preguntó una vendedora atolondrada.
«Edgar y Alan», respondió la niña sonriendo.
Reto literario 