«No se puede, no, no importa cuanto lo desees».
«Pero, ¿y entonces?, ¿qué hago ahora?».
Una mañana blanca se cernía sobre los cerros, tras los párpados apretados el mundo es un dilema que no para a pedir indicaciones. Tiene claro el rumbo la tierra y no se confunden los seres que la habitan. Sobre las praderas y bajo el mar, todo danza su monserga milenaria, todo marcha según el plan universal, excepto… excepto…
«A veces respirar me cuesta».
«Es el asma».
«No, no lo es, es otra cosa, como si mi garganta se negara, como si este cuerpo no me perteneciera, como si poco a poco me estuviera entregando a… a… no sé a qué».
Suave es el sueño que se busca desesperadamente. Un cuerpo quieto sobre la cama, la negación total del movimiento. Las manos entre las piernas, las rodillas lo más cercanas al pecho. Repetir mecánicas las oraciones de la infancia, repetir y repetir como si el puente hasta Dios pudiera volverse a construir, levantarse sobre los escombros.
«Ángel de mi guarda, mi dulce compañía…».
«Estás solo».
«… no me desampares ni de noche ni de día».
«¿Ya está oscuro?».
«Hasta que me pongas en paz y alegría con todos los santos, con Jesús, José y María».
«No hay nadie, no hay nadie».
Los escombros los ha lavado la marea. Todo es un mar calmo con un fondo de naufragios. Arrecifes que ocultan los tesoros que nadie puede reclamar. Olas que en vaivén milenario dicen que nada se va, que nada vuelve, que el movimiento es sólo la apariencia de movimiento. Olas, y olas, y una como voz entre el agua y la sal, una como voz en el viento, un susurro, un murmullo, una voz muy bajita, un pequeño secreto.
«Suéltate».
«Pero no sé nadar».
«Suéltate, suéltate, suéltate…».