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El hombre aspira con fuerza. A sus espaldas, el rostro de un joven Whitman (impreso en el lomo de sus «Hojas de hierba») parece aprobar la decisión: por un rato de amor enviar las responsabilidades al diablo. La habitación empieza a llenarse con el humo de la marihuana. Desnudo, el hombre se siente inmerso en un bosque de niebla. Sobre la cama, la mujer es una urgencia sosegada, que estira el brazo (escultórica Eva que ofrece el índice a los dioses invisibles) para recibir el pangolo.

Mientras la mujer aspira, busca el hombre con el tacto la ciudad perdida del Dorado. Dactilografea elegías en los centros nerviosos de las piernas que le ofrecen la tersura de un cerrojo lentamente burlado con pericia: sin saber bien cómo -las circunstancias se hacen giros de viento blanco en su cabeza- el dedo corazón encuentra la fuente de la eterna juventud y se sumerge, queriendo que el baño se extienda brazo arriba, que cubra al hombre, que le calme la sed que ahora viene a entretenerse en la lengua pastosa, necesitado órgano que por sí mismo busca beber hasta saciarse.

Es el instante de las metamorfosis. El hombre, todo imágenes, mira desde el cielo del cuarto su figura sujeta entre las piernas de la mujer, la ve agitarse mientras deja escapar nubes en largas bocanadas, ve que el bareto se escurre entre sus dedos y se apaga contra el piso. Inspecciona cada tensión, cada blandura, se hace grávido de sed y cuando su mirada retorna a la altura de sus ojos, siente el placer surgir en la punta de sus dedos e inundarlo todo.

Aprieta contra su boca a la hembra, que arquea la espalda y deja escapar un gemido primigenio, como si fuera el mismo viento el que empezara a sollozar de dicha.

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