Vi al niño lanzar el trompo y el mundo se hizo aire, nube, nada, todo desapareció en el vértigo del recuerdo. Recuerdo cuando yo, niño también y a mi vez descubridor del milagro del movimiento, arrojé el primer trompo del que fui orgulloso poseedor: una miniatura de madera con estrías azules, rojas y blancas, sobre un fondo absolutamente limón de lo verde. Verde girando, verde en vals sobre el piso del apartamento mientras mis ojos lo seguían, bebiendo ávidos la magia del despliegue, el zumbido de la púa sobre las baldosas entre las que era una nueva emoción de la velocidad cada recién nacido giro. Giro tras giro, tras giro, tras giro lo vi moverse, golpear el zócalo de la pared y alejarse, y finalmente, todavía alimentando mi asombro con su ocaso, empezar a detenerse, a reducir la velocidad y terminar rodando de costado, como si quisiera hacer la siesta.
Yo, en ese entonces, en lo menos que pensaba era en la siesta y seguí a mi trompo moribundo hasta alcanzarlo, sosteniéndolo en mis manos, sopesando su frágil existencia de madera mientras insuflaba en él nuevas energías, nuevas posibilidades de mi gozo, al ir enrollando a su alrededor el hilo. Hilo blanco, blanquísimo, recién con sólo un lanzamiento en su historia de tejido fino, uno de muchos, de muchísimos, porque como esa primera vez habrían tantas, tantas otras. Otras tardes, otros días, otras noches en que mi trompo y yo girábamos en la dirección de nuestro propio mundo, danzando una privada melodía de creación constante: era yo quien inauguraba cada vez la novedad del torbellino, quien perturbaba el aire puro que llenaba mis pulmones por entero. Entero, como ahora, como justo ahora, como hace tanto no sentía, como me he vuelto a sentir al ver al niño lanzar el trompo.