Nadie le dijo «quédate, no te vayas» y el hombre partió a la guerra con el gesto de los que entran al olvido. No hubo lágrimas deseando su regreso ni pañuelos agitándose cuando sus pasos se perdieron en la esquina. Fue un silencio cotidiano, fue la cuadra a las cuatro de la mañana cuando los murciélagos se cuelgan de los árboles a hacer la siesta, fue un gato a destiempo trepando por las escaleras de la casa de La Española, para de ahí entrar al laberinto de los techos. Su partida pasó casi en secreto, y lo mismo habría sido de su muerte (jungla testigo en verdes matices de la caída sin eco de un árbol entre tantos idénticos) si la vida no hubiera demostrado la terquedad de los vencidos, y no fuera entonces esa cicatriz la medalla blanca de la supervivencia.
Regresó derrotado pero respirando y eso, le dijeron, era más de lo que muchos podían esperar. Se lo decía, claro, los que no habían visto volar en pedazos los fragmentos que componen el humano cuerpo, ni olido nunca el rocío del amanecer mezclándose al óxido de la sangre contaminada por el fuego de la pólvora. Se lo dijeron, claro, y él lo creyó porque en el fondo comprendía el horror de la nada mejor que ellos: vio los ojos cerrados de los muertos y en más de una ocasión se acurrucó junto a cadáveres amigos para no sentir tan fuerte la soledad del mundo, que al frío ya se había acostumbrado.
En casa, entonces, vivo y obligadamente agradecido, empezó a descubrir los síntomas de una pesada carga, un fardo de pesadillas y fantasmas que le fue cubriendo los ojos con lagañas amargas. Dejó de comer cuando entendió que también él, junto a los otros, había muerto hace tiempo.