Se esforzaba para que cada cuento fuera sólido, un compacto ladrillo, coágulos tornasolados de una realidad que a grandes pasos tendía a desangrarse. El hecho ficcional, la idea, esquivaba sus esfuerzos. Creía tenerla agarrada por los cuernos y resultaba que apenas era un señuelo, y que la verdadera fábula había corrido bajo tierra por los caminos de los topos; cuando la atrapaba por la cola, se hacía la historia lagartija y dejaba entre sus dedos un fragmento cadavérico que se congelaba por fin luego de retorcerse con los reflejos de la vida escapada. La tarea de cazador, pescador de cuentos, no dejaba de aparecer cada noche más difícil. La fuente de la imaginación crecía estéril. La fuerza de la frustración mellaba sus propias fuerzas.
Entre golpes de ingenio cosechaba en su haber un buen puñado de intentos, de los cuales acaso alguno resplandeciese con el arcoiris de las truchas que saltan fuera del agua, ofreciendo soleados reflejos de plata en el espejo escamado de sus cuerpos temblorosos. Esa era su esperanza y su consuelo tenía también la forma de un quizás apenas admitido entre el murmullo de los labios previos a sumergirse en el sueño.
«Puede que mañana lo consiga», modulaban sus ansias de cuentista cuando el sueño acampaba en sus cobijas y la respiración se amoldaba a las manos ebanistas del reposo. Allí y entonces ocurría que el prodigio inconsciente le entregaba lo que la plena disciplina le ofrecía para negárselo en el momento en que lo reclamase, con las palmas extendidas frente a la estatua del dios a la que no conmueven las ofrendas, vacía de espíritu, morada repudiada por un hálito germinal que continuaba sus caminos en el viento.
Dormido soñaba cuentos sólidos, como ladrillos. Dormido edificaba, detalle a detalle del sótano al tragaluz, refugios de fantasía.