«No sé para qué hacemos esto. Cuesta, y no sirve para nada. No sé vos, pero yo me voy agotando. Cada noche más larga, cada día más corto, y una frustración colosal devorándome los huesos… Decíme, decíme para qué tanto esfuerzo».
«No sé. También yo me lo pregunto. A veces siento que sólo seguimos porque es demasiado tarde para echarse atrás, porque en nombre de esto hemos sacrificado mucho y sería vergonzoso tener que admitir que estábamos equivocados. Volver con el rabo entre las patas, admitir que mejor habría sido hacer caso a las voces de los mayores desde el principio… A veces siento que sigo, que seguimos, sólo por eso. Por orgullo. Que entre toda la pérdida sólo podemos rescatar el orgullo, o el simulacro del orgullo de seguirnos creyendo en lo correcto».
Los dos hombres frente a frente creaban un vacío en el espacio. Entre sus miradas apenas cabía el aire sorprendido de la conversación y como un vaho de aliento seco que iba tejiendo las tramas de un desconsuelo gemelo. Hermanados por sus dudas e igualados en la totalidad de su orfandad, no atinaban sino a esa mirada y ese diálogo, sin importar que afuera ardiera el cielo en estrellas que se precipitan.
«Tarde o temprano van a descubrirnos, sabrán que esta conversación existe y entenderán que no hacíamos más que pasar el tiempo como si tuviéramos algo que ellos no, cuando en verdad no teníamos nada y carecíamos de lo que en ellos abundaba. ¡Carajo!, por qué tanto problema para ser felices, por qué esta jodida envidia perpetua, esta constante sensación de fracaso… porque no es una derrota, no, ¡lo nuestro es fracaso! ¡Estrepitoso fracaso!».
«Cállate, no hacen falta gritos. También yo lo sé. Y ellos lo saben, sólo que se callan y no dicen nada».