El agua transparente hacía remolinos frente a las rocas. Bajo la corriente, el suelo de minúsculas piedras parecía la piel de un animal antiguo. Caía en picada el sol del medio día, sombreando en la tela de las aguas los perfiles de los árboles. Los dos hombres permanecían de pie, en la mitad del río, descalzos.
—Entonces, ¿está decidido?
—Sí —contestó el más joven evitando levantar la mirada.
—Más nos vale ir yendo, entonces —respondió el más viejo, pero ninguno de los dos hizo el menor movimiento. Siguieron de pie dentro del agua, a veces uno de los dos se agachaba y tomaba una piedra entre las manos, luego la dejaba caer. Se estaba bien allí, con el agua helada acariciándoles las piernas, y el sol calentándoles la cabeza. De vez en cuando, también, alguno se agachaba para mojarse el rostro y el pelo.
Un ruido el la orilla atrajo la mirada de ambos. Permanecieron un instante en silencio, atentos a cualquier movimiento. En el campamento, las carpas permanecían cerradas, a la sombra de dos grandes naranjos. Volvieron a mirar la corriente casi al tiempo.
—Se van a despertar —dijo el más viejo—, sería mejor ir y estar listos.
—Sí, sería mejor.
En el agua, a unos veinte metros de donde estaban de pie, vieron saltar una trucha. El río se hacía profundo bruscamente en ese punto. Era una poza que habían descubierto hace años, un buen lugar para pescar. El más joven pensó en decirle al otro que trajeran las cañas, quizás era tarde para pescar, pero habían visto saltar al animal. Le habría gustado sacar una trucha, una gran trucha, y que todo fuera como antes. En lugar de eso, ahora esto.
—¿Vamos? —preguntó, el otro pateó el agua antes de comenzar.
—Vamos —contestó. Caminaron a la orilla.