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Tirar del hilo. Hasta deshacer las costuras y que la manta de la realidad se rompa, dejando ver tras las paredes el palpitar de los dioses antiguos. Tirar, ir tirando para que Penélope tenga a la mano su excusa, para que Ulises encuentre el camino a casa a través del laberinto que anuncian los labios de Ariadna. Tirar, tirar, tirar hasta que los dedos duelan y entre los pies quede todo el ovillo. Desordenado y confuso. Enredado y listo para empezar de nuevo.

Mientras deshace la bufanda piensa en lo que acaba de ocurrir. Ella le dijo «no más». Vio que sus ojos se cubrieron de lágrimas, la vio temblar sorprendida de haber encontrado la fuerza. Nada, nada le había anunciado que eso pudiese pasar. «No más», dijo ella, y él, que había ido a esperar a que saliera de clases mientras tejía la bufanda rosa, quedó un instante paralizado por la sorpresa. Luego contestó que estaba bien -no lo estaba-, que él entendía -no entendía nada-, que podía irse tranquila -pero ojalá no se fuera-. Y ella se fue, se levantó y se fue y lo dejó solo en una universidad extraña, patético con la bufandita rosada entre las agujas.

Comenzó a deshacerla casi sin darse cuenta. Fue tirando, tirando de a pocos, lentamente, hasta que descubrió que el hilo era de nuevo hilo entre sus piernas. Entonces tiró fuerte, rápido, con frustración y rabia, con un desconsuelo nuevo para él y toda la sorpresa que venía a caerle por la espalda. Lo había dado todo (o eso creía) por esa mujer que ahora se alejaba porque no era suficiente, porque no era sino un hombrecito patético que tejía una bufanda.

Al romper la última puntada ya respiraba tranquilo. No soltó ni una sola lágrima, y nunca lo haría.

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