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Cierra el libro.

Algo dentro le dice que uno no puede terminar así, que eso no puede ser todo. En la magna alegoría de la existencia, alguna explicación debe escurrirse entre las escenas. Dentro del libro, entre la imagen de la portada y el punto final, todavía se agita la pandora colérica de las palabras. Es eco el hechizo que hasta ese momento lo tuvo con el cuello apretado sobre las letras y el aire en el pecho silbando el ritmo de la historia. Siente que ha corrido un largo trayecto. El cansancio en las piernas es muestra de ello.

Como puede, se levanta. Avanza por la casa sin encender las luces. Sólo el estudio está encendido. Sólo una luz como un faro atraviesa la puerta que queda a sus espaldas mientras se sume en las tinieblas conocidas. Reconoce los límites de lo cotidiano, permite que sus dedos jueguen a encontrar los interruptores que no presiona. La claridad, la necesaria claridad no estará en la cocina o en la sala, en el brillo de la nevera, en la tersura de los muebles. Algo se despeñó a un abismo. Algo gime, lastimado entre las piedras, desde el fondo del libro.

No sabe qué es. No sabe bien quién se despeñó. ¿Fue en el último párrafo, o mucho antes, cuando comenzó la historia? Rodó imperceptiblemente, se deslizó prófugo de sí, huérfano de sus cuidados, hasta alcanzar la profundidad remota desde la que ahora llama, angustiado. Entre los brezos, ardiendo de furor por la caída, se enreda su tímida voz que lo reclama, que llama y vuelve a llamar. Paralizado entre la oscuridad de su habitación se siente respirar, y mira la noche en la ventana.

Tiene que hacer algo. Uno no puede terminar así. Corre al estudio, abre un cuaderno, y escribe.

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