Era miércoles. El amanecer arrancó: las mismas personas saliendo a fumar en los portales, los colegiales que buscan el bus para ir al colegio, oficinistas madrugadores y otros que -como él- aprovechan el frío de la mañana para hacer ejercicio. Estiró los músculos viendo barrer a la vecina, le preguntó por su mamá, «Mejor», obtuvo por respuesta, luego echó a trote lento su humanidad por la calle.
El recorrido lo había fijado para que durase exactamente media hora. Diez minutos entre la puerta de su casa y la 73, luego derecho subiendo en diagonal hasta la canalización (van quince), para remontar el curso de las aguas durante diez minutos intensos, concluyendo con cinco minutos de trote leve en descenso hasta el punto de partida. Se había acostumbrado de tal forma que ya no tenía que revisar el reloj para saber si iba bien con el tiempo. Sus ojos, por su parte, también se habían ceñido al paisaje recurrente: los carros parqueados en la acera, los perros que ladran desde los antejardines, los árboles que dependiendo del mes muestran cosecha de mangos.
Era un paseo entre sueño, todavía con la tibieza de la cama bombeando por sus venas, un desplazarse que parecía más el acto de flotar que el del esfuerzo. Podía hacerlo, pensaba, sin detenerse a pensar. Era su forma de estar sólo y en silencio.
Esa mañana, sin embargo, cuando alcanzó el final de la diagonal y empezó a subir por la canalización, vio temblar sobre las aguas de la quebrada lo que le parecieron trozos de carne curtida. Mermó el ritmo de sus piernas para comprobar, y tuvo que detenerse por la sorpresa.
Rebozando las aguas, como otra corriente flotante, un mar de cabezas de muñecas avanzaba, ciegas y mudas, mutiladas de su cuerpo, en una procesión de pesadilla.
¡Ájue ni la imagen final!
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Es de pesadilla… Vamos a ver si convertimos este relato en un corto. Te cuento si necesitamos actores. ¡Un abrazo!
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