Tienen el pico curvo, y las patas rojas. De resto son negras. Negras negras, puntillismo de brea sobre las plumas abiertas al sol. Llenan los árboles y la reja cuando voy a boxear, se quedan lelas, medio dormidas todavía a las seis de la mañana, mientras paso junto a ellas llevándole el ritmo al trote. Uno, dos, tres, cuatro, inhalo, uno, dos, tres, cuatro, exhalo. de golpe, alguna de ellas despierta y me descubre y da la alarma y las veo marcharse apresuradas más allá de los hangares dónde están guardados los aviones. Vuelan en desorden, gritando, bailando el caos de su despertar mientras yo sigo -uno, dos, tres, cuatro- trotando juicioso, esperando la señal de Calderón que me diga que ya fue suficiente, éntrate al coliseo y ponte las vendas que ya vamos a empezar.
Pero adentro todavía veo las garzas negras. Las veo de frente mientras practico las combinaciones en el espejo, o saliendo despavoridas del saco cada vez que le atizo un derechazo, como si en lugar de arena estuviera lleno de garzas negras, de diminutas garzas negras que se escabullen a volar en partículas de polvo, brillando al sol su plumaje oscuro como brea fresca, como un el betún con que engallamos los sacos para que se vean mejor y no tan viejos y que yo voy a tener que empezar a echarle a mis guantes porque ya les están apareciendo grietas -maldita sea- porque no he podido conseguir unos de cuero cuero que aguanten de verdad las jornadas.
A veces, cuando salgo del coliseo, las garzas han vuelto a ocupar su sitio en los árboles y en la reja que separa la Liga del Aeropuerto. Tienen el pico curvo y las patas rojas, y me miran, negros los ojos, y yo, como ellas, congelado, quieto.
Guau 🙂
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Gracias por el asombro. Bienvenida siempre a leer.
¡Alegría!
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