La vertiginosa sensación de la caída se fue apoderando de todo: una sola mancha visual que transformaba el paisaje en el fundido de colores confusos con el que se hace manifiesto el mareo. Alcanzó a pensar en el Rey de Dinamarca, y en el destino insólito de los personajes de Conrad, antes de que su cuerpo hiciera contacto con la superficie blanda de la lona. Allí, recostado en extraña posición para un durmiente íntegro, pulsó en las teclas de la memoria las frases que componían el retrato de la última vez, antes de ésta, en que había sentido la embriagante sensación del fracaso.
Era, siempre, más o menos igual. Descubría adversarios que podía lanzar ganchos potentes, brazos que se manifestaban con una exhalación de viento tibio anticipándolos, guantes que rompían el aura de tranquilidad que rodeaba su defensa para estrellarse sonoros contra su guardia siempre en posición. Medía así las fuerzas del otro, calibraba sus percepciones para descubrir si en los big bangs del contraataque podría su oponente descargar energía suficiente como para clausurar sus funciones vitales por el parpadeo necesario para que la embriaguez poblara su ser entero. Si la respuesta era «no», mantendría su estilo limpio y cuidado, y los tres asaltos cerrarían con la calma relativa del abrazo. Si la respuesta era «sí»…
Avanzaba ávido de contienda, dispuesto a embestir con martillazos de forja volcánica, cíclope dedicado a la destrucción de Nadie. Golpe sobre golpe para que el otro, inspirado por la ofensiva recibida, decidiera su contragolpe y en él cebara todos los pájaros que puede nombrar el fuego. Sabía exactamente cuándo alzarían el vuelo, los veía aletear, cantar excitados antes de lanzarse, avanzando hasta él como una columna de metralla que desgaja todo a su paso.
Entonces bajaba la guardia y ofrecía la otra mejilla, dichoso.