Luego de decantadas búsquedas, el maestro concluyó que la forma menos primitiva de la vida era aquella subyugada a la precisión geométrica. Las aristas entre las líneas rectas tenían menos de brutal que el encuentro sincopado de los cuerpos grasos, y quedaba comprobado, en la estructura desnuda de las moléculas, en la rigidez de los enlaces el abrumador peso de la belleza. Poliedros eran las formas del encanto. Poliedros los matices de la revelación y, seguramente, si existía un Dios sería su rostro una amable máscara poliédrica.
Concluida esta parte de la investigación, asumiendo sus resultados con cada partícula de fe, el maestro se esforzó por comunicar a sus discípulos las profundidades de su hallazgo. Debía hacerlo, sin embargo, de la mejor manera posible, y esta era, en coherencia con su discurso, una entelequia de formas rectas, aristas en choque y caras confluyentes. Su discurso debía ser, por supuesto, un discurso poliédrico. Se aplico en los dobleces necesarios, acomodó la lengua a la posibilidad del prisma y consiguió que cada verbo saliera refractario en la oración. Le tomó largas jornadas de silencio acomodarse a las nuevas necesidades de su expresión, pero, una vez conseguidas, estaba seguro del impacto que tendría en los oídos de los fieles.
Los mecanismos de la presentación se pusieron en marcha, y en dos semanas se congregó a la plena cantidad de participantes numerados para contar con su asistencia a multitudinaria congregación para oídos prestar y atentos ver las posibilidades de la forma nueva de pensamiento nuevo a la belleza dedicado. Encuentros en los pasillos murmuraban la excitación y el maestro sobre el púlpito palpitaba cuando frente a todos la voz levantó para expresarse en el recién aprendido artificio de idioma refractado como luz en arcoíris.
El prisma del lenguaje funcionó. «El maestro enloqueció», dijeron muchos.