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Escucho a mis espaldas la respiración agotada del perro. Desde hace un par de meses empezó a entrecortarse el péndulo de sus pulmones. Cada tanto, entre inhalaciones, aparece un traqueteo de vehículo viejo, el golpe exhausto de una maquinaria corriendo sobre sus límites.

Sigue siguiéndome cada vez que me levanto. Me persigue de la cocina hasta la sala, de la sala al estudio. Se echa a mis espaldas, en los tapetes dispuestos para ello, y hace siestas largas. Lo miro dormir, a veces, con la tranquila resignación de los no escindidos, con la paz de los que hacen parte todavía del pacto natural y antiguo de los orígenes del mundo.

Nacer, crecer, volver luego al centro de la tierra. Sólo los hombres hemos sido cortados tajantemente de la tranquilidad de esa espiral ineludible. Sólo nosotros producimos libros y pinturas y familias con la esperanza de pervivir, de sostenernos más allá de la siesta última. Mi perro no se preocupa de esas estupideces, y se queda dormido mientras leo a Faulkner en voz alta, y me mira desde muy lejos cuando le pregunto si le duele respirar.

Una vez al día cargo su cuerpo lleno de hernias hasta el primer piso, y paseo con él los alrededores del barrio. Agita la cola y celebra los árboles conocidos. Brinca con alegría invernal en los prados. Pienso en él como en un pariente viejo a quien se cumplen las últimas dichas. Celebro en la ceremonia el desapego de la muerte, la tranquilidad del deber cumplido con los viejos y los inválidos.

Él está tranquilo, su resignación perruna contrasta con mi angustia humana. Lo escucho respirar, entredormido, y lo imagino extinguiéndose, llamita de vida frente al aliento de un dios. Por ahora, leo, y el respira, y lo escucho, y tiemblo, como con temor.

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