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De las cuatro reglas fundamentales de La Sociedad, sólo la tercera acarrea como castigo a su infracción pena de exilio. Las demás, en más sutiles formas del sadismo, confieren al cuerpo mutilación o muerte, castigos estos preferibles por los criminales sobre correr el riesgo de habitar una sola hora por fuera de la muralla.

Las reglas son previas a la ciudadela. Desde la búsqueda nómada por el venero firme se plantean en el sólido lenguaje de las tradiciones. No son diez, por considerar demasiado alto el número. No son dos, por la necesidad de concebir al menos una por cada sustancia elemental. Bilis. Sangre. Bilis negra. Flema. Una regla para cada estado de la materia. Tierra. Aire. Agua. Fuego. Cuatro reglas para el perfecto equilibrio, pero una, y sólo una, se castiga con el exilio.

La muralla salvó a la familia. La Sociedad sólo existe gracias a la muralla, sin ella es liviano el regreso a los tiempos de la escasez y el espanto. Fuera, en el territorio abierto, habitan las sombras capaces de llenarse la tripa con la carne tierna de los recién nacidos. No hay nadie capaz de jugarse la suerte a intentar evitarlas. El día puede ser calmo, la noche es destrucción infinita. Sólo la muralla protege.

La primera ley, del aire, amputa al romperla las manos. La segunda ley, del fuego, arranca los ojos. La tercera ley, del agua, demanda la cabeza en cuchilla transparente. Sólo la ley cuarta, de la tierra, devuelve a la tierra. Entrega la inmensidad de la miseria. Condona vida por padecer con renuencia a hacer trueque en sus mecánicas.

Sólo una vez, cuando niño, vi atacar las sombras. Sólo una vez, hace mucho, y todavía, y ayer, soñé con el rostro del desafortunado, rogando alguna flecha compasiva clavada en su pecho.

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