Hay cosas en la vida que sólo se aprenden por accidente. Por ejemplo: la sorprendente velocidad con la cual se cierra un corte superficial en el escroto.
Recapitulemos. Hace un par de días mi hermanito compró una máquina para motilar. Compartíamos, previo a la compra, el uso de una maquinita eléctrica para afeitarnos. Ese, al menos, es el discurso oficial. Cada uno, en un convenio tácito donde la lavar y desinfectar ocupa un puesto honorífico, usaba también la maquinita para ciertas labores de embellecimiento capilo-genital.
La maquinita decidió dañarse hace un par de meses. Yo, con las mil y una noches de mis facciones, asumí la pérdida con entereza y una barba espesa acumulándose en el paso de los días. No enuncié el menor inconveniente, pero en secreto celebré cuando la nueva máquina llegó a casa: cierta incomodidad en el departamento de arbustos empezaba a preocuparme.
No conté, desafortundamente, con la potencia de una máquina para motilar, comparada a una maquinita eléctrica. Hice, eso sí, una primera prueba. Conecté la máquina en el baño y me repasé la barba, quedando contento con los resultados. Sólo entonces me desnudé y me dispuse para mis labores de paisajista.
En el norte no hubo problema, la máquina se deslizaba en la llanura con precisión de gacela cirujana y la vendimia fluía sin contratiempos. Al sur, sin embargo, terreno de valles y pliegues, la máquina reveló los dientes de su acero y un pellizco brutal detuvo en seco la tarea.
El corte, de más o menos un centímetro de largo, era una línea recta incontrovertible que se inundaba, lentamente, de sangre. Lo primero que imaginé fue la carcajada de la EPS cuando llegase a urgencias.
Por fortuna, aprendí a los pocos segundos, que la piel del escroto cuenta con contingencias para enfrentar la vanidad.