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Para exprimir el cerebro se debe hacer una mueca grotesca. Apretar fuerte las mandíbulas, cerrar los ojos. Incluso, cerrar los ojos con erres de más. Cerrrrrrrrrrrrrar los ojos. Y así, con los ojos cerrrrrrrrrrrrrrrrrados, esperar la llegada de la primera palabra, de la primera línea. Una vez avistada, agarrarse a ella con todas las fuerzas (agarrrrrrrrrrrrrrarse a ella).

De los múltiplos bloqueos del lenguaje la técnica anterior siempre lo había salvado. Siempre estuvo allí, el exprimirse el cerebro, como una opción para conjurar a la musa y encontrarse enfrentado con el silencio en igualdad de condiciones. Siempre, sí, pero siempre hay también una primera vez para un nunca, y ahora, con dolor de cabeza y los músculos faciales vueltos una incógnita, con los ojos cerrrrrrrrados abriéndose con espanto, comprende que no vendrá en su ayuda una sola letra.

El problema es  que no puede esperar. En la oficina esperan el texto y ya suena de nuevo la alerta de mensaje en el celular para decirle qué pasa, o cómo vas, o estamos esperando, o cualquier fórmula cuyo significado viene a ser el mismo. No nos decepciones, dependes de no hacerlo, rápido pues o si no al vacío. Y el vacío, la idea del vacío, sirve para paralizar al más bravo.

Cuentan historias, aunque nadie ha visto a uno, de los desempleados recorriendo el vacío como un aullido de dolor. Recorrrrrrrrrrrriendo el vacío como un aullllllllllllllido de dolor. Sí, así, presos de sí mismos y su desesperación hasta caer fulminados por el hambre. La empresa es justa, y la oficina respeta el trabajo, pero está claro el negocio. Si no aportas, el vacío. Y una vez en el vacío nadie vuelve a saber de ti.

Suena de nuevo el celular. La página en blanco le asfixia. Mejor no nombrar el hambre.

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