Un dragón de papel es una contradicción ontológica. Doblar una grulla, bien, tiene sentido. El pájaro y el origami tienen su común raíz en la sutileza del vuelo: doblas el papel planeando, viento abre las alas y la grulla reposa en el escritorio. No hay lío. Incluso un barco tiene alguna justificación en el sentido de su resistencia: papiroflexia para otorgar encuentro entre el agua y el viento, reconciliando la naturaleza permeable de las hojas al brindar posibilidad de flote.
El dragón pertenece al cuarto elemento. Cada doblez es llamarada y en oportunidades te chamuscas la punta de los dedos mientras vas dándole forma al trozo cuadrado, abriéndole las alas, fijándole las patas, acariciando el cuello por donde la llama empieza a desdoblar sus lenguas. A veces entre tus manos queda sólo un indicio de ceniza consumida por el deseo del animal a ser su plenitud, cuando el recipiente para el alma invocada de su tótem no soporta el magma del espíritu.
Por eso ahora tu casa está llena de dragones en proceso. De los dobleces necesarios falta uno, el cuello arriba o la cola a la derecha o las alas abiertas para el vuelo, falta uno por lo menos, para prevenir la duda en la materia, para no someter al escrutinio las leyes inamovibles de la carne, del papel, bajo la mirada incandescente de la no-materia, de la potencia pura de fuego claro brotando de las gargantitas milenarias soportadas en el iris.
De vez en cuando, aprovechando tu poder, terminas de doblar alguno y le ves moverse inquieto por la mesa, avanzar dudando, volar con elegancia en la felicidad de la existencia. Luego escupe el fuego que termina por encenderlo y consumirlo.
Sabes que la belleza de tu creación la destruye. Dios tampoco soportó la tentación de seguir adelante.