Recuerda.
La pendiente verde brillante entre dos sotos de pinos con casa derruida al fondo, donde el eco del eco del río engloba la posibilidad del sueño. La privacidad entre el camino y la piel cálida, abierta, abriéndose. Algo así era la inmortalidad y el resto selva, laberinto, la bufandita de Penélope guardando algo así como un refugio.
Recuerda.
Las estrellas entre los dedos, descendiendo raudas para clavetear la espalda, espejeando en noches separadas por medidas no humanas de tiempo. El tiempo era apenas una más de las ilusiones, la distancia la otra. Todo cerca, todo ahora, todo existiendo entre el roce de un dibujo de bisontes en la espalda. La magia del trazo convocaba antiquísimas magias de la caverna, era el fuego y luego jamás el fuego nunca como entonces nunca nada, no.
Recuerda.
Ineluctable el frío, el río y un puente de árboles caídos, troncos extendidos a la profundidad sin sombra del azul. El cielo rasgado de agujas, la luna entre los espinos, y un verso reiterado en el aliento de tu respiración angustiada en retener para cuando faltase el aire, faltase el viento, faltase ese paso fugitivo de las horas en un recorrer desierto lugares nunca antes visitados.
Recuerda. Tómalos como instantáneas y permítete la voluptuosidad de lo vivido. Allí estás todavía, allí estás siempre, allí sigues y seguirás vital y palpitante. Allí y aquí, allí y allá, allá y aquí, y el tiempo y el espacio arrugados en el trozo de papel donde intentas fijar la experiencia de vivir en duplicado, de conservar más allá del recuerdo. Todo acude con inmensidad de lámpara, todo es lucero guía en un norte extraño sobre mares familiares e ignotos. Todo es. Todo ha sido. Incluso tu cuerpo reconoce las señales.
Recuerda.
Sonreías. Nada iba a ocurriros nunca. Era verano.