Desde la ventana de mi habitación pueden escucharse todo los ruidos del primer piso. Antes vivía allí una pareja de ancianos. Ahora sólo el anciano solo, viudo hace un par de meses. Mi experiencia de la muerte de la vecina consistió en la modificación de los ruidos percibidos a través de la ventana de mi habitación. Cambio en los horarios, en la cualidad del sonido, en las rutinas. Cambios, principalmente, en las conversaciones.
Antes, cuando la viejita vivía, recibían visitas todos los días. Amigas de la vieja, siempre, cuya condescendencia para con el viejo se traducía en tolerar sus aportes a una conversación inverosímil donde los recuerdos del ayer (me enteré, escuchando, que las viejas eran todas antiguas compañeras de colegio) eran reproducidos en un loop más o menos aleatorio. Cuando X contaba lo de la mazamorra, Y seguía con la profesora de matemáticas, y Z complementaba con la muerte de su esposo.
Así hasta la noche, cotorreos monótonos. Para mí equivalían al ruido de las olas, la voz del viejo era el graznido de un pelícano o algo así. Me gustaba escribir con las viejas al fondo y el viejo graznando de cuando en cuando. Me sentía tranquilo, su monotonía estéreo era un ancla. Luego la vieja murió, y los ruidos fueron simples ruidos domésticos. A veces se encendía un televisor, duraba poco.
No consigo imaginar la soledad del viejo. Imagino, eso sí, que en algún punto se quebró. Y que ese punto fue hace catorce días.
Escribía cuando me sorprendieron voces. Voces incómodas, cada vez más fluidas en el transcurso del día. Pronto reconocí la historia de la mazamorra, y después la profesora de matemáticas, y luego la muerte del esposo.
Consigo imaginarlo allí abajo, sentado en la sala, solo, imitando, en ocasiones, su propia voz. Un graznido.