Acudió a la cita por un dolor de espalda. El omóplato izquierdo escocía, hervor de hierro mojado. Levantar el brazo le costaba, un peso muerto entre los dedos, como cargando viruta de ladrillo. En la sala de espera no dejó de hacer movimientos circulares, creía en mantener la articulación caliente. Cuando el médico lo vio entrar todavía estaba agitando el brazo, molino de viento.
-¿Ha hecho un esfuerzo grande últimamente?
-Demolí la casa de mi padre.
¿Cómo explicarle al rostro convencido del otro lado del escritorio que no tiene nada que ver lo uno con lo otro? La idea de la somatización siempre le parece descabellada estafa de galenos perezosos. No, no está cobrándose muscularmente el karma de empolvar su pelo con las cenizas de la demolición. No, no se trata de una manifestación metafísica de arrepentimiento ante el sonido del mazo golpeando las paredes. La demolición fue la demolición, la cama de su padre es sólo madera rota entre concreto. Esto es un dolor del omóplato, aquí, ¿sí ve?, aquí es que duele como un putas.
Mientras señala. Mientras presiona. Mientras intenta mostrar. Mientras espera una palabra confirmando, un diagnóstico adecuado, un masaje con crema helada y relajante. Mientras guarda la esperanza de una fórmula con pastillas descubre su rostro en la superficie brillante del cartel con las letras del examen de la vista. Ve sus ojos entre des y enes y aes. Ve sus ojos brillando angustiados. Ve sus ojos cubiertos en zetas y en jotas y en bes y piensa en callarse, en no decir nada más, en cortar con el médico y salir del consultorio y no volver y comprar pastillas para el dolor por su cuenta.
Mejor eso, mejor irse sin despedirse, mejor guardar silencio, no decirle al médico que acaba de ver al muerto.