Cuando alcance la ancianidad (si es que alcanzo la ancianidad) quiero hacer parte de uno de esos grupos de viejitos (si es que todavía existen los viejitos) que se reúnen a hacer ejercicios diversos en la plazoleta de la Villa (si es que todavía no han derribado la plazoleta de la Villa). Me encantaría adueñarme de la mañana con mi presencia rozagante dentro de una sudadera azul claro, con la camisa blanca tipo polo metida por dentro y unos tenis usados y dignos. Me encantaría encontrarme con otros viejos y con otras viejas y sonreírnos con la honesta alegría provocada por el milagro de vernos de nuevo, con esos ojos como diciendo «me alegra un montón que no te hayas muerto durante la noche», y luego jugar a arrojarnos una pelota de plástico, de esas que huelen a frutas, mientras un tipo del INDER nos dirige al ritmo de Ricarena.
No es demasiado pedir. Mi sueño de vejez no incluye el retiro en las islas griegas, ni viajes, ni una casa gigante en Santa Elena. Me tranzo en poco, mis apuestas apuntan a las actividades diarias, a los aeróbicos, a las clases de yoga, a jugar chucha con otra cantidad de momias adorables, corriendo a medio kilómetro por hora mientras los nietos de alguno se cuelan en nuestros caminos y comparten nuestros juegos con una vitalidad que todos comprendemos fuera del alcance. Me encantaría poderlos mirar sin envidia, sin nostalgia, con la serenidad de lo concluido, de las frases cuyo final se anticipa desde el comienzo, de los verbos ya conjugados.
Si pudiese pedir sólo otro pequeñísimo detalle, sería inmensamente afortunado si mi grupo de la tercera edad tiene un nombre de bárbaras resonancias, para verlo estampado en la espalda de la camiseta. «Los ángeles del infierno», o algo así.