Home

El primer pajarito negro apareció en la casa un lunes o un martes, no recuerdo exactamente el día pero era el comienzo de la semana. Estaba usando jeans casi frescos y el animalito voló desde el piso hasta la mesa del comedor antes de cagarse en mis pantalones. Maldije la mala suerte, aunque me sentí afortunado de su visita.

Era negro, negrísimo, con una sola pincelada de rojo en el borde inferior de la cola, y unos ojitos todavía más negros que el plumaje mirándome fijo. Me siguió a lo largo de mi rutina diaria, avistaba desde la cima de la ducha, escamoteaba trocitos de comida directo del plato en la cocina. No me pareció extraño verlo, no me sentí alertado por ninguna señal. Lo veía como una bonita casualidad, una casualidad aleteante acompañando mis días solitarios en una casa nueva.

Cuando llegó el segundo creí descubrir en ambos una complicidad compleja. Me seguían, me pedía comida, me acompañaban al pie de la cama. No estaba, sin embargo, coordinados. Había entre ambos una especie de tácito acuerdo de tolerancia sólo altercado, de cuando en cuando, por un canto. Un trino como una vocecita sutil, como un muy débil gritito de protesta. Era una especie de conversación minimizada de viejitos gordos alegando en el parque por algo relacionado con ajedrez o botánica. No sé.

El tercero, y el cuarto llegaron junto al quinto y el sexto. De golpe, cuatro de golpe y ahí sí empecé a sentirme como dentro de un cuento de Cortázar. Había algo extraño en esas presencias, algo macabro en la inocencia de sus modos, de sus comportamientos. Nunca hicieron nada para causarme daño, caminaban entre mis piernas y comían de mi plato pero nunca hicieron nada realmente agresivo.

Fue el número diecisiete quien comenzó. Sólo entonces temí.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s