Seguiré regando el yermo digan cuentos o palmeras, no me importan sus miradas ni sus gestos. Seguiré regando el yermo palmo a palmo, paso a paso, con agua escurrida de un trapo o con el balde (si logro hurtarlo de la casa) o con manguera (si la fortuna es tan buena de otorgarla) o a escupitajos si me toca, porque qué más se le hace si la vuelta es dura y uno no vino a dejar semilla sino regueros. Allá me miran con las cejas fruncidas como el culo de los tombos y niegan a mi renqueo como si les recordara las culpas. Coman mierda, no necesito sonrisas para ser nube o tormenta, me basto en soledad invocando ríos, danzándole a la lluvia mi seducción primitiva. Venga, venga mamacita e inunde que todo esto es suyo.
Hace años no crece nada en este pedrero, solo flores de cansancio, ¿sabe? Algo así como un remolino de polvo congelado en la rutina, en el fondo del ojo. Las pupilas no saben abrirse para dejar correr agua, miran delgadito, como ojo de gato, como vigilando. Pura cobardía. El miedo no moja, nada, eso del sudor frío es literatura. El miedo se finge en la certeza descarada de los palos diciéndome «dejá la güevonada, pues, abrite y deja el peladero quieto que lo único que haces es mojar el polvo y poner esto a oler a mierda». Cuando vea alguien seguro de algo mire con cuidado y le verá temblar los huesos, se lo juro.
Pero no importa. Yo seguiré regando el yermo, piedrita a piedrita las voy lavando. Me demore lo demorado que sea, tengo tiempo. Así al mojarlo huela a hambre, a sed, a animal despertando con los colmillos preparados. Cuando me muerda, déjeme tendido aquí, seguro veré crecer la hierba, despacio.