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A partir de mil seiscientos, cada persona que nace en el mundo viene con un Quijote adentro. Puede no aprender a leer nunca en su vida o pertenecer a una comunidad marginada de Botsuana, no importa. Igual, si es ser humano y nacido después de mil seiscientos cinco, lleva dentro un Quijote. Es un hecho probado, incontrovertible, aún si aparecen cientos capaces de refutarlo. Al cuerno con ellos, son encantadores.

El punto es aprender a guardar al Quijote. Todos lo tienen dentro, sí, pero no todos son capaces de guardarlo. Proteger al Quijote es difícil, particularmente porque siempre andan rompiéndole los dientes, o moliéndolo a palos, o porque tiene esa forma de ser capaz de convertir a su portador en un imán de rencillas y problemas. Muchos, en lugar de verse manteados, prefieren dejarlo a la intemperie, esperando se pudra y deje de estar. Nada malo ocurre si es así, es normal que así sea. El sol sale, la vida sigue y dios salve a la patria a la madre y a la reina.

Pero lo interesante está en guardarlo, en aprender a guardarlo y guardarlo, en aprender a guardarlo y guardarlo bien guardado, para verlo libre de intervenir con nuestras vidas, sin pedir perdón, permiso o concierto. Así, de golpe descubres un tiquete a México, porque impera acompañar a los migrantes hondureños. O firmas en una academia de boxeo pese a la ciática y la falta de cordinación de tus pies. O te metes a trabajar en la alcaldía y llegas portando el carnet a la reunión de los miércoles con los punkeros renacentistas.

Lo interesante ocurre cuando el Quijote que todo ser humano lleva por dentro si nació después de mil seiscientos cinco toma las riendas. Y vos, como Rocinante, le obedeces mordiendo el freno, caminando, sin preocuparte.

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