La noche en que decidió entrar en el negocio de la telefonía celular fue la noche más importante en la historia de las demoníacas noches de Mefistófeles. Al carajo Fausto, al cuerno con las conferencias en privado en la habitación del pequeño Adolfo durante el invierno alemán, qué importan las conferencias secretas mantenidas en las fincas de Antioquia. Nada de eso, nada, le garantizó tantas almas como el haber guiado, pacientemente, la revolución tecnológica de las comunicaciones.
Para Mefistófeles el tiempo no se parte en antes y después de Cristo, quien, al fin y al cabo, no es más que un profeta. No, el tiempo es antes y después del smartphone, y no le busque seis pata al cabro tratando de afirmar lo contrario.
Lo anterior no significa, de ningún modo, que la satánica tecnología sea nociva por naturaleza. El Diablo, y todo su combo de colaboradores, suelen moverse en el grisísimo campo del libre albedrío concedido por el creador, motivo por el cual sus tentaciones, sus mandarines, sus patas de mono, sus frutos prohibidos, podrían clasificarse mejor del lado de «milagros con letra menuda» que bajo la columna de «directas maldiciones».
La idea de los smartphones es, básicamente, la misma propuesta al doctor Fausto: el domino sobre todos los saberes de la tierra a cambio de esa bagatela insustancial llamada alma. Un contrato redondo, por supuesto, donde el truco aparente es la pérdida de la existencia inmortal (lo cual, en el fondo, importa poco). El verdadero as bajo la manga del malísimo fue Margarita. Fausto no puede conquistar su amor, y consume los dones obtenidos en intentarlo.
Así, idéntico, Mefistófeles ve caminar a sus usuarios con las puertas de la sabiduría en la palma de la mano y sonríe glorioso cada vez que alguno consigue un supermatch en Tinder.
Reto literario 