Home

-Nada, sin mente como las Barbies -dijo Raúl antes de empujar la bicicleta con el cuerpo.

Lo vimos tomar velocidad y luego desaparecer en la primera curva del descenso. El camino estaba mojado, pedaleamos dos horas hasta la punta del cerro patinando sobre el lodazal. De vez en cuando alguno bajaba de la bicicleta y la llevaba cargada un tramo, hundiéndose hasta los tobillos en tierra reposada. Esperábamos que el sol, brillante a las nueve de la mañana, secara la lluvia del día anterior; pero las nubes llegaron a hacer pantalla e incluso ahora, en nuestro puesto en la cima, parecían anunciar tormenta.

-Ese güevón se mató -dijo Miguel abrochándose el casco -, maluco dejarlo morir solo.

Al igual que Raúl, minutos antes, vimos las llantas arrastrar fango hasta la primera curva. Miguel reculó y estuvo a punto de irse contra las malezas, pero apoyó apenas la pierna izquierda para recuperar el centro y desapareció curva abajo. Todavía escuchamos el ruido de sus frenos un rato, mientras una soledad, con su doble péndulo, venía a posarse en un pino cercano. Miré el pájaro entreteniéndome en todas las formas como podía pedirse una pintura azul. Azul acero. Azul cielo. Azul real. Azul cuento de hadas. A mi lado Cecilia permanecía callada.

-¿Vos te vas a tirar? -me preguntó.

-No sé, está como miedoso esto.

Cuando giré a mirarla pasó por mis ojos como un destello amarillo y no tuve tiempo de ver si había patinado en la curva o si la dominó bien de entrada. El camino se abría desierto, silencioso. El cielo, cada vez más cubierto, era una pregunta de examen de esas que uno no sabe bien como responder aunque siente que sabe la respuesta.

«Amarillo ocre. Amarillo rústico. Amarillo serenata. Amarillo escolar. Amarillo silvestre».

Apreté los manillares con fuerza.

Deja un comentario