Cada ladrillo conserva la esencia del barro. Ante los ojos de Dios, nada diferencia a una caravana de migrantes de un proyecto de Rogelio Salmona. La quietud y el movimiento, esa pareja de antónimos ante la mirada de los hombres, se confunden vistas desde el plano de realidad donde pasa sus días el Hacedor. Cada ladrillo es Adán.
A semejante conclusión llegó hace no tanto tiempo, justo tras la muerte de su esposo, el vecino del 302, uno de los propietarios más viejos de la unidad. El mundo, incapaz de comprender su aproximación a la mirada divina, decretó locura cuando lo vimos caminando por toda la unidad saludando uno a uno los ladrillos. Les tiene nombre, a todos, a los incontables ladrillos de esta unidad de cinco torres con siete pisos cada una, y los saluda a diario.
Como es inofensivo le permiten andar libre. A nosotros no nos inoportuna. Sonríe al vernos y conversa y aprovecha para presentarnos al ladrillo donde detuvimos su ronda.
-Este es Michel -dice y la mayoría de nosotros saluda («Hola, Michel») y sonríe, luego nos despedimos y seguimos con el día. Algunos de los otros, al alejarse, niegan con lástima. Nosotros somos los del 303, y no tenemos espacio para avergonzarnos. Desde hace semanas nos ejercitamos en aprender los nombres de, por lo menos, los ladrillos que forman el muro donde están su puerta y la nuestra.
Lentamente vamos memorizando hileras, lentamente vamos saludando y a veces nos encontramos con el vecino a primera hora de la mañana y recitamos con él los nombres aprendidos. Le emociona, una vez estuvo a punto de llorar.
-No estoy loco -nos confesó ayer -, como con Rafa no podíamos tener hijos, decíamos que esta unidad era nuestra hija. Por eso les pusimos nombre, durante todos estos años, para hacernos compañía.
Reto literario 