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Supongamos que el artilugio funciona. Usted enciende el aparato ese y ve brillar bombillos rojos, un sonido como de gaseosa indica el movimiento de los engranajes y, tras breve pausa para capitalizar la expectativa, arranca. Supongamos que todo va muy bien, sin compromisos de ningún tipo. Fluye la energía y el movimiento fluye y el artilugio se ve ahora aquí y luego allá por todo el espacio de la casa. Limpia las esquinas, pela los vegetales, controla con previsión el momento oportuno de llevar la ropa a la lavadora y encenderla. Su vida es mucho más cómoda. Su vida es muchísimo más cómoda desde la llegada del artilugio.

Supongamos que nada sale mal. No hay una falla en la programación ni un desperfecto de raciocinio conduce a saltarse las tres leyes. No, nada. Usted no se enamora de la máquina, la máquina no reprime deseos en el disco duro. Nada terrible se incuba en la rutina de dejarse servir. De encender el aparatejo aquel, de verlo parpadear, de escucharlo moverse afanado por toda la casa mientras usted aprovecha la modorra de la tarde para echarse un motoso en el sofá del estudio. Supongamos que eso es lo que ocurre: usted duerme en el sofá del estudio y el artilugio continúa diligentemente con su labor. Como si nada.

Pero usted muere. No es culpa suya. No es culpa del artilugio. Usted muere porque a veces pasa. La gente se acuesta a echar un motoso y no se despierta. A veces pasa, yo sé por qué se lo digo. Usted está muerto en el sofá y el artilugio le pasa por debajo de los pies para llevarse el vaso de jugo vacío que ha caído al piso desde su mano (lo soltó al quedarse dormido, no al morir) y eso es todo.

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