La mitad del laberinto es exactamente como el comienzo y sería exactamente como el final si el final no fuese la mitad del laberinto. Descorazonado, con la espada en la diestra y en la siniestra el hilo, el héroe vacila ante el pensamiento capaz de sobrenadar en la cabeza el fondo liso de su determinación. Dijo, al entrar, a la doncella, no voy a dudar, conozco en la duda el fin de todo empeño. Lo dijo convencido de conseguirlo, seguro en sus fuerzas, confiado en su empuje. Pero ahora, ay, duda. No puede negar la cualidad de duda de las palabras en el fondo del esqueleto. No puede negar verse temblando el paso, la mano aferrada al hilo con desesperación y la espada cada hora más ardua entre los dedos.
Si tan solo un resoplido de la bestia le guiase a sus entrañas, si tan solo una huella una marca una pisada delatase la posición del monstruo. Nada, en cambio, viene a llenar la esperanza vacía en el fondo de sus ojos, nada promete el enfrentamiento donde temple y carácter serán inmortalizados por la hazaña, nada dice cuidado está tras de ti, o alerta que falta poco, o recupera tus fuerzas, vas a necesitarlas para matar o morir. Sea donde sea, la bestia aguarda. El resto son galerías idénticas con curvas idénticas con un vacío idéntico extendiéndose como la ola de la piedra hasta donde la imaginación permita. Iguales los muros encalados, iguales los adoquines donde resuenan las sandalias, iguales las aperturas en el techo por donde iguales estrellas derraman igual luz en cada sala igual.
Diferente su aliento, el temblor sosteniendo el hilo y esa forma al borde de las lágrimas con que recuerda las palabras de la doncella. La bestia no existe, no entres, es sólo una trampa.