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Y eso sería todo si no fuese por lo otro, lo otro es lo grave, lo de verdad grave, lo que uno dice eso sí que no. Verá, escuche y preste cuidado y verá, la cosa comienza y luego va siguiendo como si uno fuera contando, uno dos tres cuatro cinco seis, así, facilito, primero uno después dos después tres y luego el resto. El uno es el robo de la vajilla, la vajilla vieja esa que guardaba en la alacena del fondo, la de las flores pintadas a mano. La vajilla desaparece, desaparece como en un robo, mejor dicho, la vajilla se la roban y de ahí empieza todo, de ahí va saliendo, ese es el principio. Porque con el robo de la vajilla todo lo otro se fue desencadenando, soltando poco a poco, y si no hubiera habido el robo de la vajilla pues todo lo otro nada, quieto, no hubiera pasado, ¿va viendo, sí poncha?

El parloteo del hombre confunde al doctor, no consigue comprender a qué vajilla se refiere. En los libros y en sus años de práctica jamás alguien había usado un símbolo tan ambiguo. Es decir, la vajilla es la familia, las flores a mano son la abuela, una relación con el hogar, con la casa, con el sentido de pertenecer a alguna parte. No es eso, no es la dificultad de leer miedo a la pérdida donde se dice robo. No, lo difícil en este caso es la mirada. Los ojos del de la vajilla robada no tienen ese azogue de animal asustado, no tiemblan o palpitan. Están fijos, atentos, pero despreocupados. El paciente parece de verdad incordiarlo frente a un tema de suma importancia. Todo empieza por algo y luego lo otro se va desencadenando, piensa el doctor, uno dos tres cuatro

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