Siempre le gustó la inmensidad de los adioses. La fiesta de despedida para el tío en su viaje a México, el encuentro con los amigos cuando a Julián le salió la beca en Canadá, los abrazos nocturnos en el aeropuerto cuando Alicia decidió irse para Chile con una maleta diminuta y sin ropas para el invierno. Cada despedida marcada con el gesto ampuloso de quien abre los brazos para dejar partir. Todo abrazo encierra en el fondo el gesto de soltar.
No importaban las distancias, los países puestos en medio, larga educación en despedidas salía a auxiliarle para sellar el pacto del reencuentro. Era casi, casi cotidiano el ritual de decir «hasta pronto», «te va a ir muy bien», «escríbeme».
Con el suicido de Marcos fue diferente. No escribió, no llamó, nada. Se fue sin aviso y llegaron a avisarle sólo tres días más tarde, cuando ya los más cercanos elaboraban tránsitos de duelo. Qué rara sensación, entonces. No era cercana a Marcos, no demasiado, pero la ausencia era real, algo faltaba en esa muerte, algo se sentía pendiente en el gesto de sus manos cuando, hablando con el mensajero accidental de los hechos, hacía como si tejiese un abrigo para resguardar los brazos de la corriente helada.
Fue la primera vez, no la última. La muerte aparece en series de tres. El abuelo envejeció hasta consumirse y el corazón de un tío de su cuñada se detuvo. El vacío del adiós reclamaba su atención, crujía dentro exigiendo un velamen adecuado a sus maderos. Pasada la primera parálisis, superada la duda íntima, decidió construir una ceremonia ritual para despedir a quienes cruzaban el río, sumergidos de medio cuerpo, sin mirar de vuelta.
Cada día despierta a leer las necrológicas, luego, desde el balcón, hace como si alimentara a los pájaros.