Alguien quebró un espejo, alguien sangró, el resto es tautología.
Un espejo quebrado, la mancha de sangre en el piso, nada más.
Los pedazos del espejo reflejan todavía la angustia de su mirada, afuera un caminito de sangre marca el cronograma de la tragedia. Poco más podría decirse al respecto.
Cuando sonó el golpe, la vida pareció detenerse recogiendo en su quietud el ¡chaz! del vidrio, apenas amortiguado por la puerta cerrada. Fuera, la tensión hasta entonces condensada pareció resolverse en un movimiento del cuchillo sobre la palma. Deslizó rápido la hoja y la sangre se derramo por las comisuras del puño cerrado. En ambos actos se resumía lo único importante.
Investigó en los ojos del enemigo esa forma de brillar ya identificada en sus propios ojos. Supo, con la intima certeza de quien apoya la rodilla en el sanitario para poderse mirar de cerca, que nada iba a resolverse sino con el acto desproporcionado de la violencia radical. La rabia poco a poco fue dando paso a la determinación fanática de escarmentar.Descargó los nudillos contra la superficie apenas empañada por su aliento. El espejo se hizo pedazos, grandes trozos saltaron para hacerse pequeños al golpear el piso.
Esperaba el sonido. Esperaba cumplir su amenaza. Antes de verle entrar en el baño empuñó un cuchillo y lo acomodó sobre las venas. Era la mejor forma de herir. Si algo se disparaba dentro del baño, prometía acabar con su existencia. Ahora, sin embargo, en la soledad de la espera, consideraba drástica su medida. Un escarmiento, sí, pero no a ese precio. Puso la hoja en la mano contraria, apretó. Si algo pasaba dejaría, al menos, una firma. Cuando el espejo quebrose, tiró con fuerzas y se cercioró de gotear camino a la salida.
La escena volvería a repetirse cientos de veces.
Reto literario 