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La luna de los caldeos brilló esa noche, límpido baño estelar sobre los techos. En la terraza, todavía desnudo, empaté un cigarrillo a otro mientras invocaba la lluvia. El calor se negaba a abandonarme.

Otras noches, a esa semejantes o espejos incluso de su tedio, el calor había echado atrás sus párpados ante la luz. Refrescaba la desnudez el viento y algo en el ambiente, fantasmagoría acaso, conseguía acallar la temperatura de mis huesos. Arder así no es saludable. Arder así es consumirse, lentamente, carbón animal atrapado en la jaula de su piel irritada. La fiebre nunca fue extraña, su hogar tiene el tamaño de mi sombra.

La primera vez, casi olvidada, tenía cinco años. Recuerdo las carreras de mis padres, a mamá llenando una bañera con hielo. Los vecinos llegaban a la puerta cargando las cubetas. Uno de ellos, al que pude haber soñado, señaló mi cuerpo y en un grito casi en un susurro murmuró «tiene la piel del diablo» antes de irse. La piel del diablo. Mi cuerpo rojo, ardiente, ardiendo, sumergido en una bañera con hielos cuyo frescor, al derretirse aliviaba mi dolor.

Entendimos, con el tiempo, que no iba a matarme. La fiebre no estaba allí para cobrar mi sangre. La fiebre necesitaba mi vida. Llegaba siempre al punto crítico y se detenía, nos detenía, frente al vacío. Con los ojos inyectados en fiebre podía discernir las formas en el fondo. Podía oler sus movimientos reptiles. El fuego llama al fuego, fumé por primera vez a los trece años. Desde entonces no han cesado de confundirse los vapores.

Y esa noche otra vez, esa noche como otras pero única en su luna. El presagio de la ciudad, quémalo todo. El calor se negaba a abandonarme. Lentamente, como un refugio innecesario, empezó a desprendérseme la piel.

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