El hombre toma la medida de los hombros, de la espalda, de la cintura. Escribe en una libretita verde los números. Verifica el largo de las mangas, dobla, clava un alfiler. Asiente frente al espejo. Mientras, el otro sigue quieto, atendiendo las indicaciones. Girar, girar, extender. Manos a los lados, manos al frente, manos a la cabeza.
«Listo, joven», dice el hombre, «en dos horas, dos horas y media queda lista la pinta».
El joven se deja despojar del blazer todavía congelado, luego gira, agradece y deja el establecimiento. Entonces comienza de verdad la jornada. El hombre va a la parte trasera del local, deja abierta la puerta para poder vigilar la entrada de nuevos clientes. Pone sobre la mesa de la máquina de coser todos los implementos necesarios. Hilo, tijeras, cinta métrica, un pocillo todavía medio lleno de tinto. Ajusta la altura de la banca girando el asiento y se dispone a trabajar. Con la prenda en las manos lo sorprende el infarto. Muere de inmediato.
El la fila para llegar al cielo se descubre íntegro. Lleva puestos los mismos zapatos viejos que calzó esa mañana y en sus manos el blazer del joven. No le angustia haber muerto. Ya era hora, estaba viejo, pero hacerlo justo ahora, con ese encargo. No puede estar tranquilo. Corre la voz entre sus vecinos de fila. Pronto hay una corriente de murmullos. Pronto unas tijeras se pasan de mano en mano. Pronto un carrete de hilo. Pronto una aguja.
El joven entró al local a las dos horas exactas. Al principio creyó que el hombre dormía la siesta. Sólo cuando estuvo cerca llamó a emergencias. El paramédico, para tranquilizarlo mientras retiraban el cadáver, bromeó diciendo que al menos había alcanzado a terminarle el trabajo, mientras le entregaba el blazer. Le quedaba perfecto.
Reto literario 