501) El escape

Vimos avanzar la noche como un satélite incendiado. A mi lado, Tatiana se acomodó las gafas antes de hablar.

-Tenía que haber otra manera -empezó a decir mientras destrozaba la envoltura de una chocolatina con las uñas-. Tenía que haber otra manera y no la vimos porque eso de salir por la ventana estuvo muy raro.

La tarde anterior habíamos participado en una casa del terror que armaron en Villa Hermosa. La Comunidad Zombie estaba reuniendo recursos para la gran marcha del treinta y uno de octubre y la actividad más taquillera era ese laberinto de puertas clausuradas y bombillos parpadeantes. La dinámica era sencilla. Se entraba en grupos de cinco, con los ojos vendados, y cada uno era abandonado en una habitación diferente. Cuando sonaba una alarma era lícito retirarse la venda y empezar con el arduo trabajo de salir. Se ganaba si se conseguía llegar al exterior con el grupo completo. Se perdía de cualquier otra forma.

La casa era un laberinto. Habían acondicionado una de las alas viejas de un inquilinato y a punta de arreglos aquí y ajustes allá consiguieron la impresión de un calabozo de delirios. Mentiría que no estuve, desde el principio, asustado. La idea de habitar una ilusión escasamente conseguía tranquilizarme: nunca me ha funcionado, muy bien, la defensa de diferenciar entre ficción y realidad. Para mí son idénticas. Así, cuando empecé a avanzar entre cuerpos desmembrados, mi angustia era real.

Encontré a Tatiana al cabo de media hora de vagabundeos y se burló de mi palidez, ella, sin embargo, también estaba transparente. Sombras inmóviles nos vigilaban desde la oscuridad. Avanzaban cuando avanzábamos. Retrocedían a nuestros acercamientos.

-No lo soporto más -dije, y echamos a correr. No sé cómo terminamos en el baño. Los golpes en la puerta suenan en la noche incendiada.