Acuna un agujero negro, lo lleva entre las manos y murmura nanas mientras pasea por el apartamento. Va de baldosa en baldosa sin pisar las juntas y suena ahahahahahá ahahahahahá, mientras los brazos suben y bajan al ritmo de la canción. Al pasar por el balcón, cada vez, mira afuera esperando intuir el brillo rojo de un pájaro entre el tejido verde de los árboles, luego continúa el recorrido y revisa para comprobar que no llora el agujero negro, que está bien, que parece tranquilo y plácido en este momento.
Llegó a su vida con la contundencia de un accidente inevitable, como esas personas a quienes las raíces invisibles de la fatalidad les ponen zancadilla justo cuando el bus está pasando a toda marcha a su lado. Así, el agujero negro apareció de repente, llegó para instalarse, dio alguna señal mínima y no le permitió reaccionar. Ahora era tarde, estaba ahí, y era mejor que permaneciera dormido, que nada perturbara su sueño, que por favor, por favor, estuviera así al menos hasta mañana para poder descansar un poco.
En el fondo, piensa ahora cuando el agujero negro está tranquilo, no es tan mala su presencia. Cuando tiene hambre basta vaciarle encima cosas viejas, inútiles, y se sacia su apetito mientras se libra, al fin, de kilos de basura acumulados por años. Cuando está triste, le consuelan morisquetas y juegos infantiles, o un programa de televisión donde figuras geométricas de colores resuelven el misterio de quién se comió el último pote de jalea de jengibre. Cuando tiene sueño, se le acuna entre los brazos y poco a poco su no-cuerpo se relaja.
El problema esencial, es el llanto, piensa mientra lo deposita, con cuidado, en la cuna del antiguo cuarto de huéspedes. El llanto es insoportable. Doloroso. Entra directo al cerebro.