Cargas la tinta, la llevas a cuestas como la piedra del mito, arrastras su panteón completo en las espaldas. Cargas la tinta. Tinta luz de los amaneceres cuando tus ojos vencidos permanecían fijos en el sol famélico. Tinta noche de aquellas canciones oídas sólo cuando todos duermen y tus pasos señalan el compás de una soledad insomne. Tinta árbol partiendo de tus manos, regando el hueco de tus huellas y creando florecimientos de aire fresco en medio de tanto ambiente penumbroso. Tinta pájaro volando desde la ventana hasta el infinito, con canto y todo, con plumas, con la promesa de un regreso sostenida en el laurel arquetipo de la búsqueda. Tinta sombra. Tinta casa. Tinta corazón de tinta volcado una y mil veces sobre estraza, dibujando las periferias de las venas, el centro de la linfa, el contorno de un hombre presente y tendido con los ojos tallando el techo.
Cargas la tinta, la acunas como quien duerme su consuelo, la meces como vigilando la fiera, asegurándote de mantener cerradas sus fauces. Cargas la tinta a cuestas, en el cuerpo entero, bajo las uñas, entre los dientes, donde cada bisagra se hace articulación y duele cuando hace frío. Cargas la tinta en el pelo, en la ausencia del pelo, en la nariz (bien adentro, inhalas, bien afuera, exhalas), en los ojos, en las pestañas, en los largos huesos de las piernas cortas, en los cortos huesos de los dedos largos. Cargas la tinta sin saber a veces que estás cargando la tinta en todas partes.
No hay espacios en blanco. Todo en tu vida obedece a la tinta y su mandato. La tinta y sus caprichos. La tinta y sus proyectos. La tinta y sus pasiones. La tinta y el silencio de la tinta que es lo peor de todo.