El pastorcito mentiroso no fue devorado por un lobo. Su muerte, el rastro de sangre, las huellas, las lágrimas de los supuestos culpables por omisión… Todo hacía parte de su plan, de su idea siniestra.
La madrugada del catorce de julio de mil seiscientos treinta y cinco, cuando el lugar de los hechos fue descubierto por un aldeano, en un bosque relativamente cerca a la colina donde abundó la sangre, el pastorcito observaba. Pudo mirar el arrepentimiento, los lamentos. Pudo mirar, también, la oportunidad. El pastorcito mentiroso no tenía problema con ser considerado mentiroso porque la mentira era el mejor de sus defectos. En el fondo de su alma anhelaba sangre, soñaba con degüellos, con lentas torturas, con un sadismo refinado y exquisito. Pero era un muchacho frágil, poco apto para ejercer la vocación del asesino. Lo era, por lo menos, en vida. En muerte era otra cosa.
En muerte fue un espectro capaz de asolar durante décadas la colina encargada a su cuidado. Cientos de habitantes del pueblo caían paralizados por el espanto cuando lo veían pasearse frente a ellos, cuando lo veían elegirlos como sus siguientes víctimas. Las desapariciones no levantaban demasiadas sospechas. Se decía que había un lobo suelto, un lobo aficionado a la sangre humana desde que, ay, devorase a aquel pastorcito.
También se corría otro rumor. En este se afirmaba la presencia de un fantasma. El fantasma vengador. El fantasma frente al cual todos estaban dispuestos a doblar las rodillas para aceptar su castigo. Merecían, o creían al menos merecer, cualquier dolor por haber permitido la muerte del sano e inocente mentiroso con su omisión.
De tal modo, entre culpa y miedo se tejía el campo fértil de cientos de asesinatos. Eventualmente el pueblo quedó vacío, y el homicida se mudó a otra parte.
Esa es, por lo menos, la versión que cuentan los lobos.