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A veces extraña la cueva, el refugio lejano perdido en la nada. A veces extraña el bosque donde sólo las fieras intercambiaban voces. La paz de rendirse, de no importarle nada, de no saber de gentes, ni de hambrunas, ni de amistades o negocios o citas o encuentros. De no saber lo que requiere otra persona, lo que necesita otra persona, lo que demanda otra persona.

-Dame de beber. Dame de comer. Pon pan sobre la mesa. Hoy no quiero. Recuerda que mañana es día de todos los santos.

A veces extraña la absoluta soledad de concebirse sólo un átomo vagando por esferas nulas a todo contacto, la denominación paralela de la escritura que nadie lee, los espacios en blanco donde monologa. A veces hace el esfuerzo y crea esa página en blanco que no mirarán ojos algunos (aunque algunos ojos afirmen que la miran, para luego no comentar nada acerca de la caligrafía que la puebla) y sobre ella intenta purgar las amarguras del alma, como quien lanza una señal de humo, una señal de aire, esperando se manifiesten quienes dicen que le aman con alguna palabra, pequeñita, breve, de consuelo o comprensión.

Nadie dice nada, y entonces es como regresar a la cueva. Como volver a existir en la existencia fuera de la existencia misma. Como volver a redundar sobre la única idea posible cuando nada sino uno mismo es lo que llena el universo.

-Existo, soy, y puedo calmar mis pasiones con la disciplina dedicada a sólo algunas tareas. Mías, propias, sin tener que cargar con nadie. Sin tener que aguantar a nadie más que a mí mismo.

En tales oportunidades funda la página y descarga su corazón del odio. Y les dice «Si leen esto, díganme que lo han leído, así sea oprobioso para ustedes. Porque así me sentiré acompañado de verdad». Pero nadie nunca dice nada.

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