Matar los conejos era una tarea amarga. Cuando pensaba en la madrugada del viernes sentía acumularse, en la parte de atrás de la boca, una saliva venenosa. Como no podía escupir -en la casa siempre había alguien vigilando- debía tragarla con gran esfuerzo, y las muecas, y el dolor en las muelas, eran inseparables del sonido de la baba al bajar por la garganta. Sonido de espesura. Sonido de cuello doblado, partido.
Las semanas anteriores intentó, con ofertas crecientes, intercambiar tareas con el otro estudiante, pero éste, y sólo demasiado tarde se le ocurrió que le gustaba verle sufrir, se negaba cada vez. No es como si él, a quien había descubierto vertiendo sal sobre el cuerpo de una babosa, sintiera lo mismo. Por el contrario, cuando llegaba la hora estaba de primero en el corral, observándolo, esperando descubrir su asco, su dolor, su malestar. Era, según dijo la voz de su conciencia, un miserable.
Huérfano de opciones, esperaba entonces, queriendo extender las horas. En su imaginación conseguía desafiar los mandatos, enfrentarse a los profesores y decirles «no voy a matar a los conejos hoy», pero siempre abarcaba la mente más de lo posible para el cuerpo, y si amargura era todo lo relacionado con seguir la orden, pavor era el único sentido despierto al pensar en no seguirla. Los profesores, desde su punto de vista, eran capaces de todo, y en el corral, junto a los elementos de labranza, había dos ganchos dentados que permanecían relucientes, pese a nunca ser utilizados, y cuyo uso prefería ignorar.
Por eso, cuando llegara el viernes, mataría a los conejos como cumplía con todas las demás tareas. Cargaría los cuerpos tibios a la cocina y vería (porque era imposible retirar la vista) como sus cuerpos, como de niño pequeño, eran destazados.
Y esa noche escucharía la sangre gotear largas horas, largas horas, como una saliva espesa.
😞😞😞
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Lo siento. A veces, para hacer ficción, hay que matar los conejitos… Ya sea arrojándolos dentro del armario, con uno detrás. ¡Alegría!
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